La luz existe en estrecha relación con la oscuridad: en la
historia personal o social, una época sombría va seguida de una época luminosa,
así como a la noche le sucede el día.
Se asocia también al conocimiento, al tomar conciencia
de algo nuevo, frente a la oscuridad de la ignorancia. Sin luz no podríamos
vivir, la luz, desde siempre, pero sobre todo en las Escrituras, simboliza
la vida, la salvación.
La contraposición luz-tinieblas es analogada, en
muchas culturas, a la oposición vida-muerte, cielo-tierra. La luz es vida; las
tinieblas, muerte.
La luz, como el sol mismo, era desde la Biblia un símbolo
cristológico: la luz impregna todos los rincones de la comprensión que el hombre
tiene de su realidad; luz es acertar la pisada, no salirse del camino,
esperar una meta al final; y, por eso, la
luz es gozo, esperanza, felicidad.
Para el pensamiento medieval la luz es la imagen sensible de lo sagrado. Esta noción tiene su origen en los libros del Nuevo Testamento, en los cuales Cristo se llama a sí mismo la luz del mundo, y en los cuales Dios es nombrado como padre de las luces.
La concepción que liga la luz con lo divino fue ampliamente desarrollada por los pensadores cristianos de la Edad Media. En particular, la doctrina de la belleza elaborada por Dionisio el Areopagita identifica a Dios con el Bien y con la Luz, y considera que las imágenes materiales elevan el espíritu hacia la contemplación de la verdadera belleza, que es inmaterial. Esta doctrina neoplatónica constituye el fundamento filosófico de toda manifestación material del simbolismo de la luz en la Edad Media.
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